Cómo conocí Estambul

Cuando supimos que deberíamos coger un autobús de Tesalónica a Estambul (8 horas) al principio palidecimos. Teníamos la experiencia de los trenes griegos –que no son precisamente de primera clase- y nuestra única experiencia autobusera del viaje se limitaba a la odisea de los Balcanes.

Sin embargo al ver el autobús que nos esperaba, sentimos un alivio considerable. Amplio, moderno, con aire acondicionado, televisión individual, un azafato pasando cada poco para darte agua y snacks… Inexplicablemente, sin WC a bordo. Dentro del autobús conocimos a dos primos americanos que estaban de ruta por Europa y a Barney Stinson. O si no era él, su hermano gemelo. Juzgad vosotros mismos aquí y aquí.

Luego en Estambul llegó el caos de tráfico que me acompañaría por todo Oriente Medio. Perdidos en medio de la estación de autobuses (varios kilómetros a las afueras de Estambul), Barney, los americanos, David y yo estábamos más perdidos que Marco en el día de la madre. Todo el mundo al que preguntábamos no hacía sino repetirnos incesantemente “Aksaray, Aksaray!” –otro más a añadir a Alençon, Hollendretch y Doboj.

Al final, cogimos un taxi entre los cinco –los ilusos americanos y Barney pensaban que íbamos a coger dos taxis para los cinco…- hasta el centro de la ciudad. Allí cada cual se separo para ir en diferentes direcciones. Volveríamos a ver a Barney al día siguiente, justo antes de coger un tren a Sofía. Pobre loco, saltarse Estambul para ver esa mierda de ciudad. Tendría alguna búlgara esperándolo.

Sobre Estambul sólo me cabe decir que es realmente impresionante. Hagia Sofía y el Palacio de Topkapi se llevan toda la fama, pero para mi gusto la Mezquita Azul y la cisterna subterránea tienen un toque especial. De nuevo, entrada gratis por ser periodista en todos los sitios. Aunque el tío que daba las entradas del Harén del Topkapi no quería darme la entrada y le costó entrar en razón. Tuve que discutir con él durante más de cinco minutos, ensenarle mis credenciales como periodista –incluyendo el pasaporte de prensa, que viene explicado en varios idiomas incluyendo el turco- para que al final no me diera la entrada, sino que literalmente me la tirara con mala cara, algún insulto en turco de por medio y un gesto a medio camino entre el desdén, el asco y el típico que te jodan con un dedo en alto.

El segundo día fue más relajado. Aprovechamos para comprar regalos para los de casa (entre David y yo agotamos todas las existencias de una tienda en concreto) y mandar un paquete por correo postal con todo el peso extra que llevábamos encima acumulado. Una puesta de sol desde el puente Gálata me hizo estar durante una hora entre Asia y Europa –aunque no fuera entre una asiática y una europea y ser entrevistado por unos estudiantes de periodismo y ciencias políticas completó el tour de Estambul.

Tocaba despedirse de Estambul y de David. Mientras que él volvía yo me quedaba y aun tenía por delante un mes de viaje. Y lo más excitante estaba por llegar. De hecho, llegaba ya. Era al día siguiente.

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Empacho de Historia, sol y kilómetros

Atenas es una ciudad donde a cada paso te encuentras un trozo de Historia. O al menos así es en el centro. Dado que íbamos a estar durante tres días allí, decidimos tomárnoslo con calma y detenimiento. Es decir, que básicamente, el primer día nos dedicamos a pasear y no hacer nada.

El segundo día la idea era ir a una de las islas griegas que, al parecer, es un museo arqueológico en sí misma. Obviamente, no iba a ser fácil. La guía decía que se podía ir y volver en el día, con conexiones abundantes y frecuentes. Y sí, las había. Justo hasta la hora en la que llegábamos a la isla de enlace. Así que al final nos quedamos atrapados en Mikonos. Que por otra parte es una isla preciosa, aparte de dar nombre a un helado. Al final del día, dos ferries más a sumar a la larga lista de transportes utilizados y otro día de no hacer nada más que el vago y tomar el sol.

El tercer día tocaba ya ponerse las pilas. La Acrópolis esperaba. Y gracias a mi pase de periodista, sin pagar ni un duro en ningún sitio. La verdad es que la Acrópolis impresiona; mucho más vista de cerca. No tanto su museo. Para empezar, no dejan hacer fotos. Y para continuar, la mitad de lo que exponen son copias porque los originales están en el Museo Británico. Así que lo único que vale la pena de veras es ver el sitio de la Acrópolis. Para ver un museo sobre ella, mejor irse a Londres.

Atenas tocaba a su fin y en el último día me encontré en el hostal a dos chicos británicos que estaban recorriendo Europa en una especie de Interrail en barco. Los muy cabrones estaban estudiando algo que me encantaría aprender: Adventure Media. Lamentablemente apenas tuve tiempo de intercambiar emails porque nuestro tren a Tesalónica apremiaba.

La idea inicial era haber ido directos de Atenas a Estambul (23 horas de tren) pero aparentemente había algún problema con las vías o no sé qué cojones y sólo podíamos ir hasta Tesalónica. Allí teníamos la esperanza de poder quedar con los griegos del primer día, pero ninguno de ellos podía. Así que, como ya era habitual en Grecia, básicamente no hicimos otra cosa que pasear por Tesalónica –que por otra parte, no tiene mucho más para hacer.

Y al día siguiente, Estambul con Barney Stinson.

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Entrada al Olimpo

Tras la odisea balcánica, nos merecíamos algo como lo de Grecia. Ya desde el comienzo la cosa prometía. Cuando te metes en un tren lleno de jóvenes que vuelven de un concierto de rock y con ganas de liarla, el asunto no puede sino ir a mejor.

Curiosamente nos tocó –o eso creíamos- en un compartimento con los dos más tranquilos. Un chico y una chica que al principio creímos que eran pareja aunque luego se vio claramente que no. El caso es que hubo un momento de tensión cuando el tren se paró por 20 minutos en la frontera greco-búlgara. Ni pasaportes ni mierdas, la explicación era mucho más sencilla: huelga.

Grecia sufre una de las peores crisis económicas a nivel mundial y el gobierno ha optado por rebajar el salario a todo el mundo, empezando por los funcionarios de abajo. Obviamente eso no ha gustado mucho y las huelgas se suceden cada día. Esta vez le tocaba a los ferrocarriles. O quizás eran todos, pero al menos los de los trenes la hicieron.

La conexión entre los dos griegos de nuestro compartimento y nosotros se empezó a fraguar cuando nos preguntaron si podíamos cerrar la cortina, apagar la luz, abrir la ventana y encendernos un cigarro. Por supuesto a David y a mí no nos importó que fumaran como tampoco, parece, a los revisores que pasaban cada poco por allá. “Welcome to Greece”, como dijo Giannis.

En esas estábamos, compartiendo confesiones y un par de cervezas en la oscuridad de nuestro compartimento, cuando el tren se detiene de nuevo. Y esta vez para bien. Justo al lado de un bar. Maquinistas y revisores fueron los primeros en bajarse del tren, e inmediatamente después todo el mundo les siguió. Una hora y media estuvimos bebiendo retsina –una especie de kalimotxo descafeinado- invitados por los griegos. Parecíamos héroes siendo bienvenidos al Olimpo, con vino y… bueno, mujeres no.

Tras eso tocaba volver al tren. En Tesalónica la horda rockera se despidió del resto y nosotros, tras un cambio de vagón al que realmente debía haber sido nuestro vagón desde el principio –gracias a equivocarnos, pudimos conocer a los griegos- llegamos plácidamente dormidos a la capital griega, por fin, con un sol radiante y ni rastro de lluvia.

Atenas esperaba.

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La Odisea

Ulises en su vuelta a casa sufrió las iras de Poseidón en el mar. Nosotros las sufrimos en tierra.

Desde el comienzo de nuestro viaje la lluvia había sido una amenaza constante. En Londres nos respetó. En París y hasta Praga nos amenazó. En Viena nos descargó con furia –y me regaló un resfriado. En Budapest nos mantuvo encerrados buena parte del tiempo. Y en los Balcanes… Lloviznas intermitentes habían sido la constante en Sarajevo. Sin embargo, el resto del país parecía estar sufriendo un diluvio universal. Con la pobre infraestructura local, era de presagiar el desastre.

Montamos en un tren que debía durar ocho horas y llevarnos hasta Belgrado. La idea era llegar a Belgrado justo a tiempo para poder ver un poco la ciudad y montar en otro tren camino de Sofía. Y el caso es que todo iba bastante bien. Salimos sin retraso, íbamos a buen ritmo y parecía que las lluvias nos perdonaban la vida de momento.

Y tras cuatro horas así llegamos a Doboj –pueblo a añadir a Alençon y Hollendretch. De repente se para el tren y todo el mundo es obligado a bajar. Tras los primeros momentos de incertidumbre, me decido a preguntar al revisor. No habla inglés –cojonudo. Menos mal que una serbio-canadiense que andaba por allí me traduce: la vía está cortada por una inundación y tenemos que esperar en la estación a un autobús, ir en él hasta otro tren y seguir hasta Belgrado. Aprovechando que ya sabía por dónde me daba el aire, el revisor me cogió por banda y me hizo ir explicando uno por uno a todos los guiris qué pasaba. Relaciones públicas, así por la cara.

Resignados –y hambrientos- bajamos y nos dedicamos a esperar en la estación. Es curioso lo que estas experiencias hacen que la gente se acerque. David y yo apenas habíamos contactado con gente de fuera de nuestro minúsculo grupo hasta entonces salvo en Praga, y allí en Doboj entablamos conversación con una pareja inglesa, dos chicas francesas, dos serbio-canadienses y varios serbio-bosnios con los que no teníamos ni idea de cómo comunicarnos.

Cinco horas más tarde el autobús por fin apareció. El cielo literalmente se abrió para todos los que estábamos allí esperando. Pero era una ilusión. Nuestras penurias no habían hecho más que empezar. La causa de nuestro retraso –las inundaciones- habían convertido la carretera en un rio y nuestro autobús tardó más de dos horas y media en cruzar un espacio de apenas dos kilómetros. Eso sí, una vez cruzado el charco, todo fue bastante más rodado –incluyendo los puestos fronterizos.

Un nuevo cielo abierto se apareció cuando, cinco horas más tarde, por fin vimos nuestro tren a Belgrado esperando en otra estación perdida de la mano de dios. Primero porque por fin era un tren, y segundo –para David y para mí- porque por fin íbamos a comer algo. Ni nos ocupamos de buscar sitio: primera parada: la cafetería. Tres horas de tren que se pasaron bastante rápido en comparación con lo anterior.

Finalmente llegamos a Belgrado en plena noche. Claro, a esas horas, nuestro tren a Sofía por muy nocturno que era ya había desaparecido. Y no merecía la pena buscar un hostal para cinco horas –que es lo que tardaba en salir el siguiente tren. Así que nos tocó dormir en la estación de Belgrado, la misma que nuestra guía desaconsejaba por la gran presencia de vagabundos y amigos de lo ajeno. David pudo dormir algo; yo me dediqué a pasear y perder el tiempo.

Con mucho sueño y poca comida en estomago embarcamos por fin en el tren a Sofía. Ocho horas de tren que al menos sirvieron para dormir algo. Y así, tras 32 horas de viaje, llegamos a Sofía. Y cuál es nuestro premio por tan agotador viaje: una mierda de ciudad. Vale, sí; las búlgaras muy bien, nuestra couchsurfer genial. Pero de verdad, Sofía es una mierda de ciudad. Peor que Vitoria.

No me extraña que cogiéramos el primer tren a Atenas sin esperar al tren nocturno.

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Regreso a Sarajevo

Los Balcanes eran uno de los platos fuertes del viaje. Para empezar, es el primer sitio donde tendríamos nuestros pasaportes sellados. Y aparte de eso, estaba Sarajevo, una ciudad especialmente importante a un nivel profesional para mí. Y ciertamente, hasta Sarajevo, los Balcanes cumplieron con las expectativas.

El viaje entre Budapest y Zagreb, aunque largo, fue bastante sencillo y directo. Nada más llegar a Zagreb tocaba la rutina de encontrar hotel. Como de costumbre, tocó esperar y cuando por fin llegaron a abrirnos la puerta, sorpresa: era un hotel de japoneses. Llevado por japoneses, con huéspedes japoneses; una especie de pequeño Tokio en el centro de la capital croata. Cuanto menos, pintoresco.

Sin embargo, la ciudad en sí no tenía mucho de especial. Carente de las playas de Dubrovnik, el turismo de guerra de la Krajina o siquiera algún punto histórico relevante, era más bien aburrida. Y para colmo, lo poco que había que ver, estaba en remodelación y cubierto por lonas. En el lado bueno, multitud de mujeres guapas y cafeterías que recordaban el estilo de España. A fin de cuentas, estábamos en el Mediterráneo. Incluso disfrutamos por unos momentos viendo a Nueva Zelanda ganarle a Italia en el mundial de futbol y encontramos un sitio realmente chulo: el café Alcatraz. Ay si lo hubiéramos descubierto antes…

Pero el pez grande había sido desde el comienzo Sarajevo y le tocaba cumplir. Tras coger el tren nocturno, llegamos a primera hora de la mañana a una ciudad especial para mí. Tras Palestina, Sarajevo fue el segundo destino donde trabajé como periodista, allá por 2006. Entonces era estudiante y viajaba con un presupuesto mucho menor, pero esta vez quería hacerlo bien. Así que cumpliendo uno de mis sueños personales, me hospedé en el Holiday Inn de Sarajevo, con vistas en primera línea del frente.

No sólo yo viajaba con algo más de dinero. La ciudad en sí también parecía algo más saludable. Por ejemplo, el antiguo edificio del gobierno, que cuando yo lo vi en 2006 estaba en ruinas, resplandecía como nuevo con una moderna fachada acristalada y una cara mucho más limpia. También la Bascaricja, el barrio viejo, parecía mucho más rejuvenecida y cuidada y había mucha más vida en la calle.

Lamentablemente también había cosas que seguían igual. Muchos edificios siguen en ruinas o en un estado lamentable y semi-abandonados, el transporte público era ineficaz y claramente insuficiente y puntos turísticos como el túnel bajo el aeropuerto, que deberían de ser mejor tratados, apenas abrían durante 4 horas al día y visitarlos era difícil como poco.

Eso no es óbice para que la ciudad me dejara de nuevo ese agradable sabor de boca de la primera vez. Como bien dijo David, recorrer sitios como la Bascarijca por primera vez es impresionante, pero reconocer sitios –restaurantes, tiendas- donde ya has estado antes, es incluso mejor. La atmósfera es envidiable. La falta de turismo masivo, aunque dificulta que la industria se desarrolle, también te permite disfrutar sin barreras del Sarajevo real. Y nada se puede acercar siquiera a los cevapcici del mercado viejo de Sarajevo.

Y ahora, Belgrado y Sofía… Pero eso es otra historia.

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Belleza pasada por absenta

Fiesta. Necesitábamos fiesta en vena por cojones y de algún sitio habría que sacarla. De Praga me habían hablado Marcin y Kasia de lo bonita que era. También había oído de lo buenas que estaban las checas. Bueno, menos es nada. Al menos nos alegraríamos la vista.

Llegamos al hostal y como de costumbre nos tocó esperar. Mierda. Empezamos bien. Sin embargo todo comenzó a ir mejor de inmediato. David llamó al tío del hostal y apareció a los dos minutos y en menos de una hora estábamos instalados, duchados y preparados para salir. Salimos del piso, nos metemos al ascensor claustrofóbico y a mitad de camino, abro la puerta accidentalmente y se para. Mierda. Sólo veíamos un muro de hormigón. Menos mal que al volver a cerrar la puerta el bicho siguió bajando.

Como digo íbamos con la necesidad de fiesta acuciante del déficit esperado en Ámsterdam (por culpa del hostal) y Berlín (por culpa de no mirar la guía y ver sitios para salir). Así que fuimos a lo fácil: pub crawl. Una veintena de internacionales borrachos (la palma se la llevaba una chica irlandesa de Cork) de los que con los que más conversación entablamos fueron unos americano-irlandeses (yo) y un par de suecas (David; la conexión que entablaron es cosa suya de explicar...)

Conclusión: mi segundo día en Praga fue una caminata (como de costumbre) sudando alcohol y resaca por doquier. Mientras la noche anterior David se tiraba a los brazos de Cupido (fallando por poco) yo me lancé a los de Baco (metiéndome de lleno en la barrica de vino, o más concretamente absenta y vodka) y los resultados fueron desastrosos. Menos mal que la comida (carne cruda con especias, especialidad checa) me revivió algo y lo relajado de la tarde y del día ayudó a pasar la resaca. Pero vaya resacón.

Aun así Praga resultó lo bonita que predijeron Kasia y Marcin. Lo es; la ciudad ideal para llevar a mi novia justo antes de que me vaya a Ámsterdam.

Tras Praga tocaba día de transición –uno de muchos- en Viena camino de Budapest. Menos mal. Entre la lluvia que caía, el trancazo que me había pillado y que Viena nos pareció una mierda –además de que España perdió su primer partido del mundial- lo único bueno fue la comida tradicional que me metí al cuerpo.

Budapest, al día siguiente, fue todo lo contrario. El hostal, para empezar, genial. Un apartamento abuhardillado enfrente de la basílica de San Esteban, en pleno centro. El paseo de noche, con la orilla de Buda iluminada y viéndolo desde Pest inmejorable. O eso creíamos hasta que empezaron a tirar fuegos artificiales. Un gran recibimiento.

En resumen, otra ciudad preciosa. Perfecta para llevar a mi novia después de volver de Ámsterdam.

Camino a los Balcanes.

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Nos dejan a medias

Tras la decepción de París llegaban dos de los platos fuertes del viaje: Ámsterdam y Berlín. Previamente, acordamos una parada técnica en Bruselas, donde me reuniría con David, mi amigo de Dublín que se encuentra trabajando allí para la Comisión Europea. Cabrón. Ya quisiera yo.

El encuentro en sí fue gratificante. Volver a ver a viejos amigos (aunque sólo hiciera dos semanas que no nos viéramos, otras veces ha pasado más tiempo) siempre reconforta. Un par de fotos con el Atomium para recuperar oxígeno, una vuelta por Bruselas –grata sorpresa-, una compra de chocolate belga y un dedal para mi madre (los colecciona) y al tren.

Ámsterdam es una ciudad de esas que te enganchan desde el principio. Y eso que no la cogimos con buen pie. Ya desde antes de llegar prometía mucho. Varios de mis amigos vivieron allí -Franzi, Isa; entre otros- y no me habían comentado más que bondades. Las expectativas estaban altas. Muy altas.

Sin embargo en Ámsterdam cometimos la primera gran cagada del viaje. El hostal de Cherburgo fue una cagada mínima comparada con la de Ámsterdam. David, al parecer no vio por ninguna parte que el hostal era en realidad un camping de caravanas. Nada malo de no ser por su ubicación: en Hollendretch, a varios kilómetros FUERA de Ámsterdam. Hollendretch, junto con Alençon (el pueblo que no hacíamos más que encontrar en los carteles camino a Le Mans cuando nos perdimos en Francia) han quedado como los símbolos de la desventura de este viaje.

Debido a eso no pudimos disfrutar todo lo bien que hubiéramos querido de la ciudad. Tener que depender de buses y trenes a casa (sic) es un auténtico coñazo. Y pese a todo, la ciudad en sí nos encantó.

Ahora bien, lo cierto es que para la próxima vez que vaya tengo que ir sin novia. Tras que voy a estar dos meses (o algo más) sin ella, todas esas mujeres amsterdamitas de los escaparates se convirtieron en un suplicio improvisado. O vuelvo soltero –nada más me deje después de leer esto- o para mi despedida de soltero.

Con las ganas de volver a Ámsterdam y la sensación de no haber exprimido la ciudad todo lo que deberíamos volvimos a subirnos al tren. Tocaba Berlín. La capital germana ha sido siempre un buen anfitrión para mí. Sólo que nunca me acuerdo de las primeras noches (las que se sale) así que no sé muy bien moverme para salir.

Las postales salieron al ritmo habitual. Recorriendo a pie toda la ciudad, no nos dejamos nada de lo importante. Incluidas las fotos de rigor en el museo del Holocausto. Pero a la hora de salir no pudo ser peor. Ni encontramos sitios buenos –rectifico; los encontramos pero no con música electrónica de la que le gusta a David- ni conseguimos divertirnos ninguna de las dos noches. Al menos el hostal era cojonudo.

Y así con ganas de fiesta nos encaminamos a Praga.

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Liberando Francia -y encontrando al enemigo

Aquí estamos. Como locos en un ciber café de París buscando alojamiento para nuestra próxima parada. De momento todo ha ido bastante bien –salvo por Francia. Los primeros días en Londres fueron impresionantes. Estuvimos con una chica húngara de Couchsurfing, que vive con otras siete chicas en un mismo piso. Lamentablemente no pudimos pasar mucho tiempo en la casa. Una pena.

Por el contrario, de momento la norma ha sido caminar. Andar, andar y más andadura. Visitamos las postales típicas de Londres en un solo día. Y afortunadamente, esta vez no hubo grandes entradas al estilo de otras ocasiones. Como cuando me rompí un codo y me disloque la rodilla en Gatwick o cuando fui a ver a un amigo a Londres cuando él estaba en Madrid –y el amigo común que tenemos en Madrid estaba en Dublín. Al contrario; ha sido genial. Ajetreado, pero genial.

Tras Londres, vinieron Portsmouth y Normandía. Especialmente esta última fue una experiencia brutal. Con un coche alquilado nos dedicamos a recorrer los sitios del Día-D. Dado que era la fecha del desembarco, había veteranos de la Segunda Guerra Mundial por todas partes. Un par de fotos con dos de ellos prueba que los héroes no entienden de tamaño. Para decirlo claramente: uno de ellos era aun más tapón que yo.

Y si Normandía fue excitante, el viaje hasta Le Mans lo fue aun más. De noche, perdidos y sin gasolina, aun no sabemos muy bien cómo conseguimos llegar y entregar el coche. Hasta el último momento –cuando entregamos las llaves- no supimos si nos llegaría la gasolina o no. Al menos conseguimos encontrar el circuito y correr por él. El pequeño Chevvy (un Chevrolet Matiz) alquilado se portó bien. Menos mal que no era un coche francés…

Y es que desde que pisamos el suelo gabacho nos dimos cuenta de que era nuestro enemigo –junto con la ropa interior que no se seca. Nada mas desembarcar en Cherburgo, la policía nos detuvo intentando encontrar la salida de la terminal de ferries. Tras librarnos de ellos, tocó subir andando dos horas con la mochila (12kg.) hasta el hostal; para encontrarlo cerrado. No era nuestro día. Pero al día siguiente, además, tuvimos la peor noche del viaje. Nota mental: dormir en el coche en un parking de una fábrica no es la mejor idea.

París alegró un poco esa imagen gris de Francia, pero ni con esas. La torre Eiffel decepciona de lejos, impresiona desde la base y quita el aliento desde arriba. Los jardines de las Tullerías son un soplo de aire fresco. Y entrar gratis al Louvre por ser periodista te anima el día. Pero ni con todo eso, ni con la amabilidad de nuestra couchsurfer (Cynthia) fue suficiente como para quitarnos la imagen de una Francia hostil y un París triste y gris.

Y ahora, Ámsterdam.

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El comienzo

Allá vamos. Este blog comienza justo con el principio de mi viaje. De momento, es lo único que me puedo permitir mantener bajo control absoluto. Durante las siguientes ocho semanas, estaré saltando entre autobuses, trenes, barcos, algún avión y muchos, muchos controles de pasaporte. Y durmiendo en hostales de mala muerte o generosos sofás en el mejor de los casos.

Pero que nadie se lleve a engaño. Adoro eso. La vida alocada que otros -incluyendo mi madre- ven con horror y pavor yo la encuentro hecha a mi medida. Un trabajo de nueve a cinco y una vida normal sólo me hace pensar continuamente en cuándo será el próximo viaje.

Sin embargo, pese a ello, los nervios siguen estando ahí. Y en ese punto es donde me encuentro ahora mismo. Decidiendo qué llevar, qué dejar; con las preparaciones de última hora, comprobando la hora de reunión en el aeropuerto, y ese tipo de cosas. Los dos últimos meses han sido de despedidas -en Dublín y en Vitoria- y preparativos. El último, un corte de pelo horrible; espero que me vuelva a crecer rápido. Y aunque llevo esperando este momento meses, aún me siento nervioso.

Desde mañana, empieza la aventura. Bueno, no tanto al principio. Londres no es tan peligroso como algunos se empeñan en creer. El mayor cambio será, no obstante, que mi acceso a Internet se verá mermado. Algunos de mis amigos pensarán que estoy muerto de no actualizar mi página de Facebook. Otros se alegrarán de que no les mande solicitudes chorras.

Respecto a este blog, la idea es actualizarlo cada semana a ser posible. O a post por país visitado. La realidad y Murphy se encargarán de que ese buen propósito no llegue a buen puerto, pero lo intentaré lo mejor que pueda.

Hasta entonces, es tiempo para mí para hacer el último chequeo e irme a dormir. Mañana Londres espera.

Con el permiso de Eyjafjallajökull, claro está.

(Pronto habrá fotos)

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